El
número de asistentes se podía contar por sonrisas, eran alrededor de 100 hasta
eso de las 5 de la tarde.
Entre niños jugando fútbol en las jardineras,
hombres de aspecto serio sentados en las bancas, y aquél vendedor de dulces,
poco a poco se iban multiplicando las personas en la Plazuela Zaragoza. Unos
como visita de diario, otros lo hacían especialmente por el Jueves de Danzón.
Las
bocinas estaban listas, eran 5, y esperaban al Abuelo Robótico, un hombre de 70 años que porta unos elegantes botines
negros que combina con un pantalón color perla y una camisa azul. En su cabeza
luce un sombrero café de tela y de su cuello prende una corbata negra. Enseguida toma el micrófono, empieza a cantar
y se mueve sutilmente al compás de la melodía.
Mientras
él hace lo propio, 2 jóvenes forman un círculo de sillas blancas a un costado
del kiosco. Pronto son ocupadas y la música sigue alegrando la tarde.
La
pista de baile está lista, una pareja se levanta, se toman la mano y caminan hacia
el centro. El baile contagia las ganas de danzar a todos los que ahí estaban.
Ya son cerca de 20 parejas las que están
bailando. La música es interminable, pasa de un Danzón a una cumbia, después a
un mambo, un chachachá y vuelve de nuevo al Danzón puro.
El
sonido de los autos que pasan por la avenida se pierde en el aire, no hay lugar
para el ruido. Aquellos que aún parecían tímidos y se escondían tras las sillas
poco a poco mueven los brazos y piernas al son que se toca.
La pista se ha vuelto insuficiente para todos,
los cuerpos pierden distancia, cada vez se acercan más entre ellos, se siguen
moviendo con entusiasmo y las miradas chocan en cada pareja. Las mujeres
esconden su rostro tras un abanico de encajes de color rojo, lo abren y
cierran, mientras con una postura erguida posan la mano en el hombro de su
pareja. Así es como se baila un danzón en tierra de banda.
Cae
la tarde, la gente que por ahí pasa se detiene, observa y hace un gesto emotivo
ante lo que están presenciando.
El
hombre que antes anunciaba con una voz fuerte los dulces de su canasta, también
se para, sonríe y fija la mirada en las parejas que todos los jueves se reúnen a
bailar, pues no están dispuestos a ver pasar la vida desde un rincón, tal como
lo dijeron Eva y Manuel, quienes dan clases y comparten sus mejores pasos en la
orilla de la pista.
Se
han reunido casi 250 personas, el sol se ha metido, las sillas están vacías y las
lámparas se encienden para iluminar la noche.
Es
la última canción: “Me voy pal´ pueblo,
hoy es mi día, voy a alegrar toda el alma mía”. Algunos muestran cansancio,
pero terminan la pieza. Se aplauden, se miran, se dan un abrazo y otros se
despiden, toman sus cosas y poco a poco se marchan del lugar.
La
plaza se vuelve a quedar sola, sin el baile, sin los niños que al inicio
jugaban en el césped, sin los abuelos que disfrutaron la velada.
Ahora
sólo los árboles y las palmeras se quedan danzando con el frío aire de aquella
noche.
Alberto Anaya Amarillas.
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